Políticas de comunicación y participación ciudadana en Chile: ¿de la sartén a las brasas?

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Fuente: Observatorio Fucatel

Por Chiara Sáez

Publicado el 13/12/2010 en Observatorio FUCATEL

A estas alturas, para nadie es un misterio que durante los 20 años de gobiernos de la Concertación, las políticas de comunicación que se desarrollaron (antes por omisión que por acción) fueron nefastas para el desarrollo de una esfera pública democrática, cuyo resultado más a la vista es la actual concentración del sistema de medios, en todos los soportes tradicionales (prensa, radio y televisión), tanto en términos de propiedad como ideológicos.

Quizás lo más grave de esta situación sea la coherencia entre las políticas de comunicación y las políticas de participación de la sociedad civil durante los gobiernos de la Concertación, pues ellas permiten entender la débil posición institucional y financiera en la cual se encuentran los proyectos de comunicación del denominado tercer sector (medios comunitarios, ciudadanos, alternativos) en el tránsito político que ha significado la vuelta a un gobierno democrático de derecha en Chile tras 50 años y que coincide con el inicio de la transición digital de la televisión.

Delamaza (2005) señala que una de las grandes deudas democráticas de estos 20 últimos años tienen que ver con la coexistencia de una integración social a través del consumo, pero en un contexto de inequidad e incertidumbre, donde la participación social ha sido promovida dentro de límites estrechos y establecidos jurídicamente desde el aparato gubernamental, lo cual ha tenido como una consecuencia importante políticas públicas que más bien han debilitado a la sociedad civil y su participación en los debates públicos, en contraste con un sector privado con una voz cada vez más escuchada en diversos temas, tales como medio ambiente, minería o comunicaciones.

Durante el gobierno de Lagos se llevaron a cabo tres iniciativas relacionadas con participación ciudadana y sociedad civil: la convocatoria al Consejo Ciudadano para el Fortalecimiento de la Sociedad Civil, el Instructivo Presidencial y la Ley de Bases de Participación Ciudadana en la Gestión Pública. Estas iniciativas no estuvieron exentas de críticas por considerar que tal política de participación ciudadana, “se añadía” a un modelo económico y político, sin cuestionarlo. Según de Delamaza, diversas ONGs sugirieron en su momento que el proyecto de Ley mencionado omitiera la palabra Participación para restringirse a Información, puesto que lo que realmente abordaba era la información sobre políticas públicas dirigida a la sociedad civil. Si bien el proyecto original contemplaba la iniciativa popular de ley y ampliar los mecanismos de referéndum y plebiscito, estas propuestas fueron retiradas por presión de los propios dirigentes políticos de la Concertación.

Según del Valle y Mayorga (2009), la revisión de estos distintos documentos gubernamentales sobre participación ciudadana desde la perspectiva del Análisis Crítico del Discurso permite sostener que ellos introducen formas particulares de producción de la participación, coherentes con el modelo de regulación neoliberal: la participación “no se participa”, sino que se legisla, se administra y se gestiona, logrando un mejor ejercicio del poder y del control.

El déficit de participación ciudadana se extiende incluso al gobierno de Michelle Bachelet el cual se planteó expresamente como un gobierno ciudadano que promovió la democracia deliberativa. Para ello, una de sus políticas estrella fue la de los denominados consejos asesores que tenían el mandato de formular políticas públicas en temas centrales del programa de gobierno: previsión, políticas de infancia y educación. Sin embargo, según Aguilera “en la práctica dichos mecanismos no operaron como foros participativos, sino como consejos de expertos con acotada amplitud ideológica” de manera que “estas instancias presentan una relación Estado-sociedad vertical en el proceso de políticas públicas” (2007: 119).

La falta de reconocimiento de la ciudadanía en el desarrollo de las políticas de comunicación se refleja muy bien en la trayectoria de la legislación que regula las radios comunitarias. En 1990 comienzan a emitir las primeras radios comunitarias en poblaciones de Santiago, que alcanzan ya durante ese año un número entre 20 y 40 según distintas fuentes. A pesar de su estatus indefinido en la legislación chilena, la derecha política y las radios comerciales las acusaron de peligrosas e ilegales. Para acabar con las controversias el gobierno prometió a las radios comunitarias una legislación rápida si ellas dejaban de emitir, a lo cual ellas accedieron. La ley recién fue promulgada en 1994 con el nombre de Ley de Radios de Mínima Cobertura y resultó muy restrictiva en su primera formulación (1watts de potencia, antenas de 6 metros de altura máximo, prohibición de publicidad de cualquier tipo, concesiones por 3 años, entre otros). El proceso de mejoramiento de estas restricciones acarrea casi todo el período concertacionista y sólo viene a culminar con la promulgación de una ley durante los primeros meses del actual gobierno de Piñera, en mayo de 2010. La nueva ley, sin embargo, ya cuenta con la crítica de las radios comunitarias que han llegado incluso a instancias internacionales. Así, en el marco del último periodo de sesiones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), la Asociación Mundial de Radios Comunitarias (AMARC ALC) presentó la situación de la normativa sobre radiodifusión comunitaria de Chile señalando que esta es contraria a los estándares de libertad de expresión y que discrimina el acceso a las frecuencias de manera equitativa en cuanto a potencia, bandas de frecuencia, cobertura y acceso a recursos suficientes para su sustentabilidad.

Por lo anterior, si bien los primeros meses del gobierno de Piñera no permiten plantear una hipótesis general sobre la relación entre políticas públicas y sociedad civil en el ámbito dla comunicación, el desarrollo de la discusión sobre televisión digital ya está dando algunas pistas. De momento se escuchan palabras de buena crianza y se crean espacios formales de escucha (como ocurrió con el seminario Internacional de TV digital que se realizó en el Congreso durante agosto de 2010), pero “a la hora de los quiubos” las propuestas de la sociedad civil (como ocurre con los 15 puntos elaborados por la Mesa de Ciudadanía y TV digital) se guardan como recuerdo mientras por contraste el Presidente Piñera firma un decreto supremo para permitir por la puerta trasera que los canales de televisión ya existentes (y que representan en su mayoría a intereses privados, liberales en lo económico y con tendencias conservadoras en lo valórico) puedan empezar a emitir en digital hasta por 5 años en un acto de cuasi renovación automática de licencias que se salta los procedimientos establecidos para ello por la propia legislación. Pero no es sólo el Presidente. De parte de las autoridades sectoriales, la posición se contra principalmente en la dimensión tecnológica de la transición digital y no en su valor social como herramienta de democratización de la comunicación. El debate en la Comisión de Hacienda tampoco fue muy fructífero y en general pareciera que cuando la definición de la forma que tendrá la transición digital toca aspectos sustantivos el debate se vuelve opaco. En la medida que esto ocurre, son los lobbys los que tienen mayor posibilidad de incidencia. Y ya sabemos que la sociedad civil no tiene la capacidad de otros sectores para hacer lobby. Ni les corresponde tampoco hacerlo.

Entonces, si durante los gobiernos de la Concertación la presencia de los medios de la sociedad civil fue perseguida y minorizada en coherencia con una noción de la ciudadanía temerosa de su propia capacidad de incidencia e influencia, pareciera que con la llegada de la derecha el cambio es más bien en las etiquetas y no en el fondo del problema. ¿Qué hace falta para romper esta tendencia hacia la involución mediática? Se admiten propuestas…