Para la próxima, se autoriza protesta frente a la junta vecinal

Fuente: Flickr/Licencia CC
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Por Claudia Lagos 

Publicado el 26/05/2011 en El Quinto Poder

Tras las sucesivas marchas registradas en distintas ciudades de Chile oponiéndose al proyecto Hidroaysén, así como las manifestaciones con motivo de la cuenta pública anual del 21 de mayo pasado, autoridades nacionales y locales han levantado la voz proponiendo: 1) restringir las “autorizaciones” a futuras protestas y/o 2) imponer requisitos para darles el visto bueno. Entre los argumentos esgrimidos para apoyar estas ideas se cuentan los millonarios costos que deben asumir los municipios tradicionalmente afectados (como Santiago o Valparaíso) por destrozos de bienes públicos y las alteraciones en el tránsito y el orden.

El solo hecho de que cualquier manifestación pública deba pedir permiso a la misma autoridad a la cual se quiere impugnar es, de por sí, un contrasentido¿En qué universo paralelo la ciudadanía se vuelca a las calles para decirle al ministro, al presidente, al intendente que lo ha hecho pésimo… pero debe pedirle permiso, primero, para hacerlo?

Entre las exigencias que se han propuesto en estos días de “debate” sobre el tema se ha mencionado la boleta de garantía: Si alguien le hace caso al alcalde de Santiago, Pablo Zalaquett (UDI), de ahora en más, quien quiera ejercer sus derechos constitucionales a reunirse, a manifestarse públicamente, a usar el espacio público y, por lo tanto, a expresarse libremente, deberá contar con una boleta de garantía. Esto es, demostrar y entregar un respaldo económico y bancario importante a cambio de lanzarse a la calle. La medida tiene dos aberraciones: la primera y más evidente, que impone requisitos para ejercer derechos constitucionales.La segunda, es que es discriminatoria hacia quienes no cuenten con recursos económicos demostrables ante el sistema bancario para que éste extienda la mentada boleta. Reclamar ya no será un puro acto de voluntad ni de asociación.

Es comprensible y atendible la preocupación por quienes actúan con violencia al amparo de las masas. Pero es obligación de la policía y de las autoridades competentes averiguar y perseguir las responsabilidades correspondientes. No es legítimo pedirles a ciudadanos comunes y corrientes, civiles, que ejerzan labores policiales de contención o persecución de acciones violentas. Y es preocupante la corriente cada vez más evidente que intenta demonizar la protesta social. No es Chile el único país del continente donde esto sucede:Vamos a portarnos mal. Protesta social y libertad de expresión en América Latina es una publicación reciente de la Asociación por los Derechos Civiles (ADC) de Argentina y el Centro de Competencia en Comunicación para América Latina de la Fundación Friedrich Ebert aborda este nuevo ámbito de restricciones a la libertad de expresión en nuestros países.

Las marchas, movilizaciones sociales, manifestaciones públicas, tienen entre sus características la de constituir un actor social colectivo que, por volumen, pueda confrontar el ejercicio arbitrario del poder político. Es, de alguna manera, el intento de equiparar las fuerzas entre dos actores con fuerzas disímiles, donde la balanza se inclina institucional y legalmente hacia quienes ostentan el poder formal. Si usted o yo estamos en contra de construir Hidroaysén o discrepamos del fallo del Tribunal Constitucional que prohibió la entrega de la píldora del día después o rechazamos las políticas universitarias y se nos ocurre ejercer ese legítimo disenso en el fuero íntimo de nuestro hogar, nuestra privacidad o, a lo más, en nuestro entorno más cercano, no tiene ningún efecto en que dicha legítima discrepancia sea conocida y circule en el espacio público (físico y/o simbólico) y no tiene ninguna posibilidad de contrarrestar los discursos hegemónicos.

En cambio, si usted y yo nos juntamos con otros que comparten nuestras inquietudes, es posible que éstas se transformen en una corriente de opinión que, primero, sea conocida; luego, circule y, finalmente, conquiste o disguste a otros. En definitiva, que contribuyan al y fortalezcan el debate público.

Una de las manifestaciones posibles de estas opiniones es volcarse al espacio común, tendiente a llamar la atención de quienes, a nuestro juicio, estarían haciendo mal las cosas. Es parte de la democracia. Y esa crítica no se hace en el Parque O’Higgins, como si fuera una marcha, para que quienes piensan igual se miren las caras o escuchen a quienes ya están convencidos. Se hace a domicilio: frente al palacio de La Moneda, a la intendencia respectiva o al ministerio o secretaría regional ministerial, según sea el caso.

Las autoridades que hasta ahora han levantado lugares “alternativos” para manifestarse o han propuesto “requisitos” para ejercer el derecho de la ciudadanía a reunirse y expresarse parecen convencidos que la calle es un espacio privado, como si fuera la extensión de sus casas, de sus jardines o de sus propiedades. Ignoran que es ahí donde se vuelcan las necesidades o demandas colectivas. Es cierto: no son éstos, tiempos de grandes relatos ni de revoluciones populares. Aún así, y guardando las proporciones, en el norte de África o en España; en Santiago u otras ciudades chilenas, lo que ocurre es muy parecido: volcarse a la calle, las avenidas, las principales plazas, las más emblemáticas, para llamar la atención y decir “basta”.

Sres. Hinzpeter, Zalaquett, Echeverría, Lavín y tantos otros que se subieron al mismo carro: la calle no es suya. O, más bien, lo es: Pero también es de todos. Ustedes, por un período de tiempo y en nombre de la ciudadanía, solo administran su uso. Y eso.